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Uno de los rasgos que más define la humanidad es que la mayoría de los cambios significativos que se hayan producido en cualquier momento de la historia han sido explosivos, rápidos. Incluso violentos. Colectivamente somos incapaces de cambiar gradualmente, sin prisas ni estridencias. Digo cambios consciente que el nombre con que suelen ser conocidos en nuestra sociedad occidental es avances. Sin que, en el fondo, esté excesivamente claro qué significa esta noción. Los Hombres de las Cavernas no trabajaban ni veinte horas a la semana. Actualmente trabajamos más de sesenta contando el trabajo que hacemos en casa y el trabajo que hacemos fuera de ella, y aun así el veinte por ciento de nuestra sociedad es pobre. Gran parte del resto tiene la vida hipotecada por las deudas.

Actualmente el ser humano está inmerso en una revolución en dos tiempos que cambiará literalmente la faz de la Tierra.

El primer tiempo de esta revolución afecta a las comunicaciones. Un porcentaje significativo de la humanidad está en estos momentos interconectada de modo real y efectivo a través de una red de comunicaciones virtual y desjerarquizada. Y no sólo está interconectada: usa, ejerce activamente esta intercomunicación. Plataformas como Facebook cuentan actualmente con más de mil setecientos millones de usuarios activos. Y la cifra sigue subiendo. Un gran número de gente tiene acceso, o posee, algún dispositivo para conectarse a esta red.

Para que esto sea posible se han tenido que inventar gran cantidad de instrumentos, y se han tenido que inventar a la vez. Y, lo más importante, se ha tenido que inventar cómo masificarlos y abaratarlos para que sean de acceso, mantenimiento y renovación universales. Simplificando: hay internet desde los años setenta, de modo previo o simultáneo a la aparición de los ordenadores personales, pero no hay internet efectivo hasta que un ciudadano medio no se pueda pagar un utensilio para conectarse (ordenador, teléfono, tableta, etcétera) y una línea donde hacerlo. Tras esta punta del iceberg está el desarrollo de una red de telefonía efectiva, de una red de antenas, de cables submarinos, el desarrollo de materiales como la fibra óptica, de componentes como chips potentes, pantallas táctiles que formen parte de dispositivos cada vez más pequeños y resistentes… la lista de todos ellos, y la acumulación de inteligencia necesaria para que funcionen, quita el aliento.

Una de las consecuencias más importantes de esto consiste en la desaparición de los motivos por los cuales históricamente se habían originado los conflictos (y las guerras): el miedo al otro. Hasta la mitad del siglo XX era posible enviar un ejército a matar soldados de cualquier otro país convencidos de que, en caso de no hacerlo, cometerían cualquier tipo de aberración hacia nuestros seres queridos(1). Las guerras consistían en acumulaciones de seres humanos engañados, enfadados, agresivos, ignorantes y asustados luchando contra otros seres humanos igualmente engañados, enfadados, agresivos, ignorantes y asustados. Actualmente sólo hace falta abrir una ventana de chat o una videoconferencia y contactar con tu amigo de Tokio, Beirut o Sídney para preguntarle si es cierta la aberración de que se le acusa. Y reírse un rato juntos del resultado.

Una segunda revolución preparada simultáneamente a la que estamos viviendo no ha estallado todavía porque requiere de todos los inventos desarrollados para la primera más unos cuantos de específicos en los que se está trabajando todavía mientras estáis leyendo esto: el Internet de las Cosas(2). El concepto se puede explicar de modo sencillo: imaginad cualquier cosa que tenga un código de barras. Decir “cosa” es, en este contexto, preciso y específico, ya que es el término más amplio aplicable a una revolución que va mucho más allá del mundo de los objetos para poderse aplicar incluso a los alimentos o a los componentes con que los objetos están formados. Imaginad, pues, cualquier cosa que tenga un código de barras e imaginad que este código de barras es capaz de comunicarse con un servidor y proporcionar información sobre la cosa asociada al código. Toda la información. Y toda es toda: desde la fecha de caducidad de un alimento o de un medicamento hasta el grado de fatiga de un componente estructural pasando por la carga de una pila o el grado de estanqueidad de una cubierta, de una carpintería, de una carrocería o del buque de un barco. Imaginad conocer constantemente qué alimentos tienes en casa, cuáles te hacen falta, cuáles hay que consumir primero, el estado de tu ropa, el grado de seguridad de una cerradura o de una puerta, dónde está ese billete que te piensas que has perdido.

El IoT es un concepto holístico, casi místico: interconectar todo nuestro entorno. Una vez más la revolución va a nacer en el momento en que esto sea efectivo de manera real, es decir, cuando esto sea asequible y barato: emisiones de ondas de bajo consumo, baterías de larguísima duración, emisores sin partes móviles, tecnología para procesar la ingente cantidad de datos que esto implica, para almacenarla y para filtrarla.

También consciencia y educación sobre el tema. Consciencia para entender que es necesario gastar 1 (o 2) para ahorrar 99 (o 98), consciencia de la necesidad de esta interconexión en sociedades como la nuestra, estructuralmente insostenibles, desesperadamente necesitadas de eficiencia seamos o no conscientes de ello.

Si la revolución de las comunicaciones ha transformado nuestra manera de comunicarnos y de trabajar, nuestra percepción del mundo, en suma, el IoT transformará definitivamente nuestra manera de vivir. Nuestro entorno físico.

No somos capaces de imaginar todavía cómo afectará esto al mundo de la construcción. Cuando se implante efectivamente todo estará monitorizado: la estructura, los cerramientos de un edificio, sus cimientos, los pavimentos. Las escaleras y su flujo de usuarios. Los ascensores. Los electrodomésticos. La iluminación. El control de consumo de energía. La seguridad. El clima. Cualquier cosa imaginable.

Toda la revolución tecnológica se ha producido al ritmo frenético de aparatos no renovables, de usar y tirar, de vida corta, superados o substituidos por nuevos aparatos también de vida corta que cada vez hacen algo diferente. Estos aparatos suelen ser irremediablemente chapuceros. Los ordenadores se cuelgan. Estamos acostumbrados a que los teléfonos no llamen bien. Hasta estallan. La decoración pasa por encima de la eficiencia y mil aparatos portátiles se rompen al más mínimo golpecito. Y nada de esto importa.

La revolución tecnológica no tiene nada de kaizen.

El kaizen es un concepto japonés de difícil traducción. Versa sobre el perfeccionamiento constante, incesante, de las cosas. No se trata de hacerlas, sino de hacerlas bien. De hacerlas cada vez mejor. El kaizen valora los pequeños cambios. Los avances minúsculos. El perfeccionamiento incesante. El kaizen se ha aplicado con éxito a otros electrodomésticos. Los televisores son cada vez más buenos y más baratos. Las neveras son tan ecológicas que se han tenido que inventar nuevos niveles de clasificación para nombrarlas. Las lavadoras usan cada vez menos energía y menos agua. Hay urinarios que incluso ya no la necesitan.

El kaizen se aplica también a la arquitectura. Aquí se construye un edificio. Puede funcionar o no, tener goteras o no. Envejecerá. Se transformará. Su mantenimiento suele ser incremental, en forma de parches, de mil reformas hechas y rehechas hasta perder el concepto original: patios transformados en atrios o cegados, fachadas que cambian su material, espacios mal calefactados, pequeñas alteraciones que cambian todo el aspecto del edificio(3). La arquitectura occidental no tiene nada de kaizen.

Toda la arquitectura tradicional japonesa, y gran parte de la moderna, están desarrolladas siguiendo este concepto. Tomemos un templo sintoísta, por ejemplo. El templo está formado por el edificio y un solar vacío a su lado. El templo sacraliza el lugar. Dentro de este lugar hay un espacio de culto. Lo que más importa es la acción, no las piedras. La arquitectura deviene transitiva. Al lado del templo se empieza a construir otro, a menudo con las piezas del primero. Un buen día hay un templo desmantelado y otro nuevo al lado, completamente terminado. Algunos templos centenarios han sido rehechos seis o siete veces(4) en solares alternos. Cada vez que se reconstruye se acepta, se medita, se ejecuta alguna pequeña novedad: refuerzos estructurales. Calefacción. Iluminación. Red si conviene. Siempre es el mismo templo y siempre se va perfeccionando. La arquitectura japonesa incorpora el kaizen a su concepción. El proyecto no acaba con la entrega del edificio: se alarga durante toda su vida útil.

Mientras aquí seguimos estancados con una idea de progreso que consiste en aniquilar cualquier versión anterior de una cosa (de un teléfono a un edificio, pongamos) allí se van perfeccionando incesantemente.

La finalidad última de monitorizar una cosa es perfeccionarla. Reusarla. Mantenerla. Combatir la obsolescencia programada. El IoT tiene kaizen. El IoT llevará su kaizen a todo lo que nos rodea. El concepto no postula un cambio constante. Postula un perfeccionamiento. Postula la excelencia.

El IoT en arquitectura no es un concepto de nueva planta: es un concepto de rehabilitación: edificios que son como eran, pero mejores. Mejores no de modo evidente, sino mejores por acumulación de experiencia. El IoT traslada a occidente el concepto del templo sintoísta. La propia noción de proyecto sobrepasará en mucho la puesta en funcionamiento del edificio. Cosa que, por cierto, ya está empezando a suceder de modo incipiente.

El IoT hará entrar la arquitectura, no sólo la nueva si no también la existente, en la era del kaizen.

No es probable que en un primer momento esto afecte al aspecto de nuestra arquitectura. Más bien afectará a sus procesos: primero se monitorizará todo. Luego se podrán extraer conclusiones. Será posible educar a las nuevas generaciones de arquitectos de acuerdo con esta inteligencia. No sólo de manera práctica: también en sus implicaciones sociales y humanísticas. Las decisiones de proyecto se tomarán amparadas por toda esta información. De hecho el propio proyecto se verá amparado por esta información. Y, finalmente, alguien será capaz, años a venir, de traducir estos conceptos en un nuevo universo formal: hay motivos para el optimismo.

(1) Y resulta bastante interesante ver cómo estas aberraciones son recurrentes en toda la Tierra. Por ejemplo: judíos, cristianos y comunistas fueron acusados, en algún momento de su existencia, de cometer el horror de comer niños ritualmente.

(2) Abreviado, IoT, acrónimo inglés derivado de Internet of Things.

(3) Pensad en el aspecto espantoso que luce actualmente el Cine Comedia, en el chaflán del Paseo de Gràcia con la Gran Vía, después de un cambio de color, por ejemplo.

(4) Nada diferente a lo que ha sucedido con cualquier gran iglesia occidental. Sólo que no somos conscientes de ello.

Jaume Prat